La democracia en Colombia se encuentra en grave riesgo. Cuando creíamos haber tocado fondo con la llegada de Armando Benedetti al Ministerio del Interior, el exfiscal Eduardo Montealegre reaparece en escena como ministro de Justicia en la sombra, decidido a defender, con discurso jurídico, el engendro del ‘decretazo’: una consulta popular que viola de manera expresa la Constitución.
La transformación de Montealegre es escandalosa. Pasó de llamar corrupto al presidente Petro —con frases como: “¡No más corrupción! ¡Basta ya, Petro!”— a convertirse en el defensor de su idea más delirante. Y todo esto después de haber recibido $ 1.788 millones en contratos. Una cifra que explica el repentino entusiasmo por justificar lo injustificable.
La Constitución es contundente: “El Presidente de la República, con la firma de todos los ministros y previo concepto favorable del Senado, podrá consultar al pueblo decisiones de trascendencia nacional”. La Ley Estatutaria 1757 de 2015 lo confirma en su artículo 20. La Corte Constitucional ratificó esta exigencia en la Sentencia C-150 de 2015. No hay lugar a interpretaciones creativas. Sin concepto favorable del Senado, no hay consulta. Punto.
Lo que está en juego no es solo la consulta. Es la arquitectura institucional del país.
Pero Montealegre y otros juristas del entorno presidencial insisten en que la votación del 14 de mayo en el Senado debe “inaplicarse” por vicios de procedimiento, y que al no repetirse, se configura un concepto favorable por omisión. Es decir que el silencio del Congreso equivale a un sí. Un argumento tan peligroso como absurdo. Esta interpretación en la historia republicana, cada vez que se ha ignorado deliberadamente al Congreso, la democracia ha pagado un precio alto. Lo que hoy se presenta como una astucia jurídica, no es más que la antesala de un golpe de Estado.
Además, el trámite de la reforma laboral —tema de la consulta— ya se inició en el Congreso, lo que vacía de sentido la convocatoria. ¿Por qué insistir entonces? Porque detrás de la consulta hay un interés electoral: disponer de los 700.000 millones de pesos recaudados para adelantar las campañas al Congreso y la presidencia. El Gobierno, consciente de que su gestión ha sido un desastre en salud, seguridad, vivienda y economía, recurre a atajos jurídicos y presupuestales para conservar el poder.
A ello se suma una maniobra institucional aún más grave: el decreto sería enviado directamente a la Corte Constitucional, desconociendo que la jurisdicción contencioso administrativa es la competente para este tipo de actos. ¿Por qué saltarse el camino regular? Porque en la Corte, el Gobierno ha construido una mayoría silenciosa. De los actuales magistrados, dos han sido ternados directamente por el Ejecutivo, y otros dos le han votado favorablemente en decisiones clave. En septiembre llegará un nuevo magistrado elegido por un Congreso controlado por el oficialismo. Solo necesitarán convencer a uno más.
Y, como si fuera poco, se plantea que el control de constitucionalidad sea posterior, no previo. Un sinsentido que dejaría a la Corte ante hechos consumados, debilitando su rol de garante y convirtiéndola en un simple notario del poder.
El equilibrio de poderes está siendo desmontado con precisión quirúrgica. El ‘decretazo’ no es un desliz jurídico: es una estrategia para quedarse con el poder a cualquier costo en 2026. Lo que está en juego no es solo la consulta. Es la arquitectura institucional del país.
Posdata: Lamento profundamente el atentado contra el senador Miguel Uribe. No se trata de un hecho aislado, sino de la consecuencia de un ambiente de odio promovido desde el poder. Cuando la política se convierte en persecución del contradictor, el siguiente paso es la violencia. Este atentado es también el fruto del pacto con mafias y estructuras clientelistas que hoy delinquen con impunidad. Si no despertamos, el costo de la oposición será la vida misma.